EN LA CLÍNICA
No estás segura de cuándo ni cómo has accedido a la maternidad, mas estás allí. Sin ayuda, sola
––como casi siempre––, pero has llegado. Gracias a tu entereza, a tu esfuerzo, a tu coraje de mujer
valerosa: ese que en todo momento de tu sufrida existencia te ha permitido no sucumbir ante tanta
adversidad como has soportado y sorteado durante prácticamente toda tu vida.
Y ahora, con el hijo que llevas en tus entrañas a punto de reventar, no podías doblegarte y has
redoblado tu ímpetu, has multiplicado tu ahínco por alcanzar la meta perseguida. “En soledad, como
casi siempre…”, martillea en tus sienes un estribillo que te ha acompañado en infinidad de ocasiones
durante tu existencia, ¡muchas, demasiadas!
Sientes en tu vientre de madre el palpitar de una vida que pugna por asomarse al exterior, a ese
heteróclito cofre del universo que tan a menudo has denostado y hasta renegado tu pertenencia terrena.
Ese mundo que con tanta severidad te ha tratado y al que has tenido que enfrentarte ––en soledad, como
casi siempre…–– con mucha más frecuencia de la que hubieses deseado.
Pero mil batallas te han curtido en la lucha por la vida y has aprendido a sobrevivir. “¡A la fuerza
ahorcan!”, como te has repetido innumerables veces…
Intuyes, además, que ese hijo que late en tu interior es ––“¡debe serlo!”, reclamas––, después de
tantos años de intentar quedarte encinta hasta que recurriste a la fecundación in vitro, un prodigio
de la naturaleza. No sabes cómo explicárselo a nadie… ni siquiera a ti misma, pero estás segura de
estar en lo cierto: tu hijo es ––“¡debe serlo!”, vuelves a reclamar, plenamente convencida–– un
superdotado, un superman… Anhelas el momento de que nazca para comprobarlo y demostrárselo al mundo.
¡Y, además, con él ya no volverás a estar sola!, te consuelas.
Estás postrada en el lecho, bañada en sudor que adereza una angustiosa incertidumbre; un dolor
creciente atrofia tus sentidos, tus vísceras, tus miembros, toda tú. Escrutas desconfiada el entorno
que te rodea, espiras con tensa fruición el ambiente impregnado de efluvios químicos que se rebalsa
sobre tu rostro y horada tus pulmones; miras suplicante las batas blancas que de cuando en cuando
desfilan ante tu lecho de ruedas y que a ti, en tu amorfa realidad, se te antojan como fantasmagórico
aquelarre…
Y sólo escuchas con periodicidad secular un “tranquilízate”, “relájate”, “todo va bien”, “todo irá
bien”… Palabras que, lejos de serenarte, de relajarte, te sobrecogen por su metálico eco, por su
oquedad…
Echas de menos a los tuyos, a aquellos que podrían infundirte ánimos, mitigar tu sufrida ansiedad,
pero que casi nunca están a tu lado cuando los necesitas. ¿Dónde están? ¿Por qué no han venido? ¿Te
quiere alguien? Y mientras te atormentas con tus disquisiciones rememoras involuntariamente el drama
de historias semejantes a la que estás a punto de protagonizar, que asaltan sin recato tu mente y
amenazan el inconcuso desenlace con malhadados presentimientos: “Matilde, en su cesárea, lo pasó muy
mal…” “Pilar estuvo a punto de no contarlo…” “María, la pobre, no lo superó…”. Tú no encajas el
impacto y te desmoronas.
Acude con presteza alguien de la estantigua blanca pronunciando palabras que, aunque pretenden ser
tranquilizadoras, intuyes como un reproche. Lloras, gritas, te convulsas… Pides con desesperación
“¡ayuda!”, que “¡hagan algo!”.
Una figura cana se inclina sobre ti y sientes sus dedos de lija tocar sin pudor tu cuerpo. No puedes
observar su gesto ––el dolor te lo impide–– ni su ademán, pero adviertes cómo te deslizan por pasillos
etílicos. Barruntas la proximidad del paritorio, ¿o te llevan a un quirófano…? En el trayecto piensas
en tu pasado, en tu infancia, en tus ilusiones frustradas. ¿Podrás lograrlas algún día? ¡Cómo anhelas
la posibilidad de tener la oportunidad para enmendar tus errores, tu fracaso, incluso de repetirlos!
Sientes tu palpitar desbocado. Las paredes del pasillo corren. Alguien se asoma a tu espacio vital y
escuchas el reiterado “tranquila, todo saldrá bien”. Las lágrimas inflaman tus párpados, pero no
puedes llorar: un nudo de indefinibles sensaciones lo evita. El paritorio, ¿o es un quirófano? No
sabes discernirlo. El palpitar, frenético; los nervios, desatados. Quisieras morir. ¡No!; ¡morir, no!
¡Quieres vivir! ¡VIVIR!
Batas blancas te rodean. Nervios, todos. Dolor. Miedo al dolor. No quieres sufrir. ¿Miedo al dolor?
No: miedo a la muerte. ¿Dónde están los tuyos? ¿Por qué no está él? ¿No llegó su avión…? No conoces a
nadie, aunque ni siquiera les miras: sólo percibes sus batas blancas rodeándote y ese olor
característico e insoportable a cloroformo y hospital.
De nuevo escuchas palabras. ¡Palabras! ¿Te hablan a ti? ¿Qué dicen? de tu lecho, pero no flotas:
sufres, y te depositan bajo un sol artificial que deslumbra y absorbe tu mirada desorbitada. Dolor,
nervios, batas blancas; batas blancas, nervios, dolor… ANGUSTIA.
––Susana Escribano, vamos a anestesiarte ––escuchas en un susurro… ¿o te ha parecido escucharlo?––.
No sentirás nada. Estate tranquila: todo irá bien.
––¿Qué hora es? ––preguntas de pronto con voz trémula.
No sabes por qué lo has preguntado. ¿Quizá porque aún no está él… o porque deseas saber cuál será la
última hora que marque el reloj de tu vida?
––Las diez menos cuarto ––te contesta con amabilidad, sonriente y sorprendido, el anestesista.
Pero tú no escuchas. Sólo piensas si todo saldrá bien como te repiten cansinamente, si despertarás…
¿Por qué no está siquiera él?
¿No le habrán avisado? ¡Maldita profesión: hoy aquí, mañana allá!
El potente haz de luz del foco te ciega. Las primeras hormigas sondean tu cuerpo y notas cómo tus
sentidos te abandonan.
¡Dios mío, Dios mío! ––invocas en un suspiro a quien hace tanto tiempo tienes olvidado––. ¡Ayúdame!”
Tu cuerpo es ya un hormiguero repleto.
Se han dormido las hormigas. No sientes nada. ¿Estás volando, soñando, muerta…?
EN EL VIENTRE MATERNO
"Hoy no ha amanecido. Persiste obstinada la noche amarilla de ayer. ¿Amarilla digo? No sé… Quizá fue
roja, o azul… Verde no, seguro. ¿Qué más da, si era, si es noche. Quizá no amanezca nunca. No lo sé ni
me importa, porque ¡estoy muerto! ¿Muerto digo? Claro, eso es: ¡muerto! Cómo, si no, podría pensar:
solo los muertos piensan. ¡Un camposanto preñado de silentes pensadores! ¿Pienso desde mi tumba? Pero
¿pienso, sueño, deliro…? No me devanaré los sesos dilucidándolo… ahora que disfruto del dulce descanso
del muerto. ¿Y si la muerte es un sueño y la vida nos despierta... para terminar soñando otra vez?
Pero qué me ocurre, qué sandeces digo: cómo puedo calificar de 'dulce' la muerte si no soy capaz de
precisar si es o fue amarga mi vida… ¿He sufrido, ya no sufro ahora, sufriré después? Pero ¿cuándo fue
después, cuándo será antes, es ahora? Si no es antes, no es ahora, no es después…, ¿qué es, será o
fue? ¡Nada! Nunca fue nada, siempre es nada…
La vorágine de descabaladas ideas que colapsan mi cerebro comienza a amainar, ¡amaina, lo presiento!
Recobro la capacidad de discernir!: ¡estoy viajando! Ignoro mi procedencia, desconozco mi destino,
pero sé que viajo. Quizá en un tren. Sí, ¡voy en un tren! Un paralelismo infinito de rieles
encastrados soporta y desliza mi vagón, de cómodo interior oscuro bermellonado. Lo arrastra una
potente e imparable máquina. ¡La máquina de la Vida! ¿Y por qué no la máquina de la Muerte? En
cualquier caso, ¡este tren es mi pértiga para saltar a lo real! Y columbro que circula en la noche; su
color ya no me importa: ¡incluso presagio el alba! Cuándo no lo sé, pero misteriosos intersticios
filtran aromas crepusculares… ¡Qué emoción me invade! Cuánta Muerte me queda por delante, ¡cuánta!,
para llegar a la Vida… No lo sé. Y tampoco si estoy muerto o vivo. ¡No sé nada! Ni cuánta muerte/vida
me queda, ni el color de mi noche, ni si pienso, si vivo, si muero…
El tren se ha detenido, pero no puedo leer el rótulo de la estación de mi vida/muerte. Se agolpan en
mi mente reminiscencias de un pasado/futuro cuyas sucesivas estaciones sin duda descorrerán el manto
opaco de mi presente. Percibo el sabor agridulce del barro que arropa mis desplazamientos… ¿quizá
reptando? ¿Acaso he sido lombriz, gusano… o un imponente ofidio? ¿Por qué, si no, 'el sabor agridulce
del barro arropando mis desplazamientos'? Una oscuridad sanguinolenta me engulle, una viscosidad
negruzca me oprime… ¡Albricias! El tren reanuda su marcha dejando atrás esta estación de pesadilla.
Pero ¿qué fantasmagorías me aguardan en la próxima? Pronto lo sabré. La barrunto: ya está cerca, muy
cerca…
El tren se detiene de nuevo, ahora en una estación que impregna mi paladar de pegajoso dulzor, que
envuelve mi cuerpo en plúmbeos zumbidos y me suspenden, bamboleándome, en el viento… Ora me elevan,
ora me bajan, me hacen zigzaguear y me posan sobre alfombra que desprende fragancias de flor… ¡Ya lo
tengo!: quizá fui abeja que libó deliciosos néctares de mil y una flores… Ahora siento zumbidos por
doquier, enjambre loco, espesa miel… ¡Estoy en una colmena cerrada pegado a mi miel! Chirrían las
ruedas, se mueve mi vagón, alejándome de mi endulzada visión. ¡Adelante, locomotora!: el implacable
destino viaja con mi tren, subido en él.
La máquina aminora su marcha: en breve se detendrá en la siguiente estación… Ya lo hizo: ¿qué nueva
secuencia me espera? ¡Ya la vislumbro, la siento!: Un frescor etéreo me acaricia, me invade y sopla en
todo mi cuerpo… ¡que no pesa! ¡Cielos, si estoy volando! ¡Soy un ave surcando azules, grises,
claroscuros… oteando majestuosa el horizonte rojo, el fondo marrón, verde…! ¿Verde digo? No, mi noche
nunca fue verde; luego si fui pájaro no sobrevolé campos feraces, ni montes vestidos de bosque, ni
anidé en árboles inmarcesibles… Entonces, ¿qué rara avis fui, de qué extraña especie? ¿Viviría en una
jaula como enjaulado en mi cómodo vagón oscuro bermellonado me encuentro ahora? ¿Y por qué ave, abeja
o gusano? ¿Por qué no pez? ¡Pues claro! De ahí el silencio verdeazul (no verde) negriblanco, ¡qué
hermoso silencio incoloro! Vuelo en el agua como si reptara en el aire: ¡qué sensación más inhumana!
Inhumana, sí, porque ningún humano podría gozarla… No soy, pues, humano: soy un pez, ¡un pez!,
bebiendo mi libertad en dulces océanos salados, o brincando por cristalinas cascadas en busca del
Hontanar.
¿Y ahora qué claustrofóbica sensación me oprime? ¿Acaso he quedado atrapado en una malla asesina o
acaso fui un anaranjado rojizo amarillento pez de estanque, acuario o pecera? Claro: de ahí la
agobiante sensación de claustrofobia… que me asfixia, me ahoga. ¡Arranca, máquina, por favor! ¡Cuánto
tiempo detenidos en este andén! ¡Gracias, tren!: has escuchado mi súplica y ruedas inexorable hacia tu
destino, que se fundirá con el mío al filo de la noche marcando la hora. Pero ¿qué hora marcará: del
inicio o del final? Es igual: sea la que fuere, allí concluirá el ensamble del rompecabezas de mi
pasado/presente/futuro.
Nos acercamos a una nueva estación, lo columbro. Sus aledaños nos cobijan ya. ¡Hemos llegado! El
kafkiano Gregorio Samsa quedó atrás, en la primera estación. Ahora resoplos y relinchos expelen mis
entrañas. ¿Acaso fui caballo? ¿Sentiré ceñirse la brida en mi boquera, hendirse la espuela en mis
hijares? No, no siento la cincha sujetando sobre mi lomo la albarda, ni el peso de montura humana
alguna… ¡Luego soy un caballo salvaje gozando su libertad! Galopo sobre el ampo de la estepa, mi crin
enhiesta al gélido cierzo y mis cascos hienden la nieve virgen. ¡Qué libre y fresca libertad disfruto!
Pero… ¿qué me ocurre ahora? Un latigazo ígneo quema mi torso, mi cuello…, frenando en seco mi loca
carrera de libertad. Algo grosero y horrible sirve de argolla a la impensada cadena. Cuán poco duró lo
hermoso, qué pronto acudió Satán, ¡satánica opresión de Satán!
Se va el tren, ¡bendita máquina!, distanciándome de otra cruel estación. Hierve mi incertidumbre,
porque la próxima parada —lo sé— será el término ¡Dios mío!, ¿cuál será la pieza que encaje en el
enigmático puzzle? Tengo miedo, porque al final todo acabó mal: el reptil, engullido por una oscuridad
sanguinolenta, oprimido por una viscosidad negruzca (¿el estómago de algún ave de rapiña o de otro
sanguinario depredador?); la abeja, encerrada en su colmena; el pájaro, enjaulado; el pez, atrapado en
una malla hostil; el caballo, enlazado… ¿Y el hombre? Porque fui/seré hombre (¿qué soy ahora?). Cómo,
si no, mentar a Dios y Satán? ¿Qué destino le aguarda al hombre? ¡Oh, Dios, si son rejas u opresión,
mejor reptil, ave, pez o animal…! Mi noche se acaba: ¡llegamos! (no sé adónde, pero llegamos).
¿Qué… qué sucede? ¿Qué invisibles fuerzas me empujan? ¡No me mováis, dejadme en paz! Noto que me
desplazan… ¿Hacia dónde, adónde me llevan? ¿Por qué se apaga mi oscuridad bermellonada y mi noche se
enciende de un incipiente verde? ¿Verde digo? Mi noche nunca fue verde…, ¡pero lo es mi alborada!
Verde…, ¡el color de la esperanza! ¿De Vida? ¿De Muerte? ¡¡¡De Vida!!! Porque la Muerte desemboca en
la Vida, ¡qué paradójica paradoja! Por fin se consumió mi noche, el sortilegio está conjurado y el
rompecabezas ensamblado: ¡Sí, he nacido de las entrañas de una hembra, de una mujer! ¡Valerosa, muy
valerosa! ¡Luego soy humano, un hombre! ¿Cómo pudo gestarse tan maravillosa transformación? Oh,
Naturaleza, carrusel de la Existencia, en tu noria bajan unos, suben más… ¿Quién se apeó, quién, para
que girara yo?"
EL PADRE
Sube la escalera con emoción contenida, brincando peldaños de dos en dos. Sin embargo arrastra el
cansancio acumulado durante el accidentado vuelo que pilotaba, en el que un pasajero perdió la vida
víctima de un infarto. Lógicamente no ha dormido nada y la fatiga viste con descolorida sotana su
abigarrado aspecto: una vestimenta que su irreprimible ansiedad disimula. Ésa es la impresión que, en
la clínica, le merece a la recepcionista de planta cuando de esta guisa se aproxima hasta ella aquel
hombre con la incertidumbre dibujada en su rostro sudoroso.
––Me llamo Pedro Camargo. Soy el marido de Susana Escribano. La hospitalizaron ayer…
Y al pronunciar el nombre de su esposa, añadiendo que la habían ingresado el día anterior, el hombre
no pudo reprimir un sentimiento de culpabilidad y al mismo tiempo de admiración: “¡Qué valor y
entereza la de Susana! Por mi profesión viajo demasiado y ella casi siempre está sola… ¡Qué mujer!
¡Qué coraje tiene! Cómo me alecciona continuamente aunque yo me siento incapaz de asimilar sus
enseñanzas: ¡soy un pusilánime si me comparo con ella!”, terminó su alocución mental fustigando,
resignado y entristecido, su proceder. Y nuevamente rechazó intentar un manido propósito de enmienda
que luego, como tantas veces y desbordado por las circunstancias, se veía incapaz de cumplir.
––¡Y ella, Susana, casi siempre sola! ––masculló con incontrolada rabia, consciente de su incapacidad
para poner fin a tan repetidas situaciones.
La enfermera emplea unos segundos en consultar primero las aplicaciones y luego las anotaciones
ordenadas en la pantalla del ordenador ubicado sobre su mesa. Segundos que, por su pasividad, a Pedro
se le antojan pintados en el reloj; una inquietud provocadora que le enerva y amenaza con hacerle
estallar sus alterados impulsos, que a duras penas consigue morigerar.
––Enhorabuena ––le informa, por fin, sonriente la mujer––. Aunque el parto fue complicado y difícil,
¡incluso precisó practicarle una cesárea!, su esposa ha dado a luz un niño. Madre e hijo se encuentran
perfectamente.
Mil sentimientos desbordan su ansiedad, cual madeja desenredada. Siente deseos de gritar su alegría,
pero se contiene ahogándose de felicidad: la noticia de que todo ha salido bien le colma de un
indescriptible gozo. Sólo desea besar a su esposa y cobijar al bebé en la bufanda de su pecho
paternal.
––Por curiosidad, enfermera: ¿Puede decirme a qué hora se produjo el nacimiento? ––preguntó el piloto
antes de dirigirse al paritorio.
La interpelada, tras consultar en esta ocasión con cierta parsimonia la pantalla de su ordenador,
respondió asintiendo:
––Sí. A las diez y cuarto de la mañana exactamente.
Al escuchar la respuesta de la mujer, el petrificado padre se estremeció y una sacudida electrizante
recorrió todo su cuerpo: a Pedro Camargo se le erizó el vello al escuchar la hora en que se había
producido el nacimiento, ¡la misma en que había fallecido, víctima de un infarto de miocardio
fulminante, un pasajero del avión que pilotaba y en el que había viajado mientras acudía para ver a su
esposa y a su hijo recién nacido! Y murmuró sobrecogido:
––¡Dios mío! El mundo gira como una implacable y gigantesca noria en la que constantemente bajan unos
y suben más… Sea bien venido mi hijito al carrusel de la existencia ––y sintió en su interior un
mimetismo inexplicable…
Y al penetrar raudo al paritorio, con la intención de abrazar a su esposa y su hijo, no reparó en el
diminuto polvo de la estancia que, iluminado por los rayos de sol, danzaba y se mecía en el aire, que
comenzaba a calentarse inflamando la acristalada ventana de la habitación en la que una mujer corajuda
y valerosa estrechaba con suma ternura y amor de madre a su recién nacido bebé.