Antonio Rojas

Otros relatos

En este apartado figuran diversos relatos escritos por Antonio Rojas, algunos de los cuales han obtenido premios y distinciones en diferentes concursos literarios.

Hoy no ha amanecido

Este relato corto fue premiado en el concurso Relatos del confinamiento convocado en 2020 por la delegación española del fabricante de papel finlandés SAPPI.

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Hoy no ha amanecido. Persiste obstinada la noche oscura de ayer, de anteayer, de ante anteayer… ¿Acaso alguien o algo la apagó…? No sé, no lo recuerdo... ¡Hace más de treinta, de cuarenta, de cincuenta días que no amanece… y desvarío! La semana pasada estaba jugando con las horas (las vuelvo locas), pues en este confinamiento me entretengo simulando perder y encontrar el tiempo, y luego volverlo a perder: me gusta perderlo, el tiempo digo, después de haber sido esclavo del reloj durante tantos años. Pues bien, en éstas estaba cuando me quedé dormido, no sé si era por la mañana, por la tarde o por la noche; lo que sí recuerdo es que soñé que estaba muerto, pensando desde mi tumba, y se me ocurrió discernir que sólo los muertos piensan, que los vivos no pueden, y yo me encontraba en un camposanto preñado de silentes pensadores. Y me dije desde la negrura de mi cómodo ataúd: “Pero ¿pienso, sueño, deliro…? No me devanaré los sesos dilucidándolo ahora que disfruto del dulce descanso del muerto…” Y me desperté, ¡está claro que desvarío!, son muchos días peleándome conmigo mismo y con mis pensamientos y eso pasa factura. Pero lo cierto es que no sé quién va ganando, si mis pensamientos o yo, si yo o mis pensamientos…

Menos mal que tengo en mi casa, conmigo, a mi perra, una preciosa collie llamada “Luna”. Hablo mucho con ella, y con mis anturios: en algún libro leí que hablar a las plantas no sólo relaja sino que "ellas" te "entienden", lo "agradecen" y te obsequian vistiéndose con sus mejores galas (el desfile de modelos lo hacen ahora, en primavera). Pues eso, que como estoy solo (sin compañía humana quiero decir) y no temo que nadie me tilde de comportarme como un orate, pues lo confieso: ¡hablo con mi perra y con mis plantas! Al menos no me llevan la contraria ni me dejan, como a Quevedo, con el culo al aire. Al que sí dejaron el otro día con las nalgas al viento fue a un vecino del inmueble de enfrente. Resulta que el hombre salió con cuchara y cacerola con la evidente intención de “acompañar” las palmadas que a las ocho de la tarde damos los españolitos de a pie para homenajear, principalmente, a los sanitarios que están en primera línea combatiendo contra las guerrillas del coronavirus de las napias, camufladas de SARS-CoV-2, COVID-19 o como quieran denominarlo virólogos y epidemiólogos. ¿Y qué sucedió? Pues que los vecinos que aplaudían le abuchearon afeándole su proceder y pidiéndole que expresara su descontento a otra hora, y es que algunos se aprovechan de la democracia y de la libertad de expresión para fomentar el enfrentamiento y el odio, y claro, quien siembra vientos recoge tempestades…

Hablando de aplaudir, yo me quedo con lo que dijo uno (seguro que alguien que también desvaría…) sobre la gozada que es hacer el amor a las ocho menos cinco de la tarde porque luego, al escuchar los aplausos de la vecindad, te llevas un subidón de aúpa… En fin, que hay gustos y opiniones para todo. Bueno, me voy a charlar un rato con mi perra y con mis anturios; quiero contarles que estoy convencido de que mañana, pasado mañana o tras pasado mañana se encenderá esta obstinada noche oscura y por fin amanecerá: ¡vislumbro luz al otro lado del túnel!

Antonio Rojas
Peldaño

El coma

Este relato corto fue finalista, entre más de dos mil relatos concurrentes a la convocatoria, en el Premio de Relato Fundación Fomento Hispania. Las bases establecían que los relatos, de tema libre, no debían sobrepasar los 5.000 caracteres y tenían que destacar la relevancia de la mujer.

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La mujer estacionó su vehículo en el aparcamiento subterráneo del hospital y buscó con sus aún hermosos ojos sexagenarios la puerta de acceso a las dependencias hospitalarias, que conocía sobradamente tras repetir día a día, durante casi un mes, idéntico itinerario. Ya en su interior, se encaminó como un autómata por los pasillos que conducían a la Unidad de Cuidados Intensivos del centro sanitario. Vestía con ropa sencilla, que sin embargo no ocultaba su elegancia innata, realzada por un discreto maquillaje rematado con pintalabios color carne.

Concha, una de las enfermeras, sonrió tras el mostrador de enfermería y salió solícita a su encuentro. ––Buenos días, Raquel. No hay novedades en el estado de Clara, continúa en coma inducido; ya te informarán los médicos. Escuchó con resignación las palabras de Concha, que la acompañó hasta el box que albergaba a su treintañera hija. La miró con inmensa ternura y tomó asiento a la cabecera de aquel cuerpo inerte, víctima de alguna extraña enfermedad degenerativa que los médicos no atinaban a atajar. Había depositado en la providencia sus esperanzas de recuperación para Clara, y durante tan angustiosa espera la mente de Raquel se deslizaba a menudo por las angostas reminiscencias de su pasado.

Recordaba que cuando cumplió dieciocho años, en 1973, no pudo sacarse el permiso de conducir porque no había hecho el Servicio Social ––una especie de “mili femenina” que implantó Franco en 1937 y derogó el primer Gobierno de la democracia en 1978––, ni tampoco abrir una cuenta en un banco o caja de ahorros al carecer de “marido protector”. Y se rebeló. ¡Cuántos corsés tuvo que desabrochar! Pero su recuerdo más acibarado residía en la frustración y las múltiples adversidades que le deparó en su juventud su condición de madre soltera, un estigma cuya indeleble huella marcó su vida; mas su tenacidad, su orgullo y su carácter indómito le permitieron solventar los retos que le tenía reservados el destino.

Muchos y dolorosos fueron los episodios que eslabonaron su existencia, pero también saboreó la miel del éxito: Clara, su máximo exponente. Y Raquel, durante aquellas largas horas, aquellos interminables días pegada al lecho de su hija, los había rememorado una y otra vez, mimetizando a la Menchu de Cinco horas con Mario, la novela de su admirado Miguel Delibes cuyos escritos tantas veces habían deleitado sus lecturas.


Para Clara aquel día tampoco había amanecido; en su mente persistía, obstinada, la noche oscura de ayer, de anteayer… “¿Acaso alguien tiznó de azabache la alborada y la pegó a un lienzo atemporal? –elucubró–. ¡Hace más de veinte o quizá treinta días que no amanece!, ¿o es que desvarío?”

Clara estaba convencida de que comenzaba a alucinar: en su inadvertido marasmo, pasaba los días jugando con las horas (“¡las vuelvo locas!”, reía como cuando niña se divertía con sus muñecas… o con juguetes “de chicos”, porque desde bien pequeña, influida por el proceder materno, quebró los moldes imperantes en la época y rechazó representar el papel tantos años asignado en España al género femenino; “¡ni hablar: soy digna hija de mi madre!”, decía). Ignorante de que sus constantes vitales funcionaban artificialmente, en su abstracta nebulosa se entretenía en simular que perdía y encontraba el tiempo… y luego lo volvía a extraviar: “Un sinsentido, de acuerdo, ¡pero me distrae!”, se justificaba.

Uno de esos amaneceres tiznados que jalonaban su devenir, Clara creyó quedarse dormida… aunque no supo discernir si lo hizo en horas matutinas, vespertinas o nocturnas. Lo que sí recordaba era que soñó que estaba ¡muerta!, que pensaba desde su tumba, y que en su letargo le decía a su madre: “Sólo los muertos piensan, los vivos no pueden; y yo, mamá, descanso en un camposanto preñado de silentes pensadores.” Y se despertó… o creyó hacerlo, exclamando para sus adentros: “¡Está claro que desvarío! Por fortuna tengo a mi vera a mi madre: la siento, la ‘huelo’… ¡Gracias, mamá!, porque si yo estuviera aquí sola acabaría desquiciada y hablando hasta con las paredes… Pero ¿y las luces?, ¿quién las apagó y encendió mi noche?”

Ese día Clara se encontraba más dicharachera y animosa que de costumbre. Incluso decidió revelar a su madre que estaba convencida de que pronto expiraría su larga tiniebla: “¡Vislumbro luz al otro lado del túnel, mamá!”, gritó feliz. Pero aquella luz, primero tenue, terminó convirtiéndose en un potente haz luminoso que deslumbró y cegó sus ojos. Y, sin saber explicárselo, se vio sentada junto a un hormiguero: enseguida las primeras hormigas sondearon su cuerpo y advirtió que sus sentidos la abandonaban. Se asustó…

“¡Dios mío ––invocó a quien hacía tiempo tenía olvidado––, ayúdame!”

Sintió que sus entrañas estaban repletas de insectos himenópteros correteando por sus venas, pero al pronto le invadió la paralizante sensación de que se habían dormido las hormigas: no sentía ni percibía NADA. ¿Estaba soñando, levitando, muerta…?

Raquel, su corajuda madre, lloraba en silencio a su lado.

La central

En homenaje al edificio-palacete que hasta 2022 albergó la librería La Central..

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La crónica periodística destacaría que la librería La Central (una maravillosa provocación a los sentidos) ocupa los 1.200 metros cuadrados de una casa-palacete del siglo XIX de tres plantas, cuya fachada realzan las cornisas arqueadas que adornan los balcones del primer piso y los ventanales del segundo, todos ellos (balcones y ventanales) protegidos por llamativas balaustradas de cerrajería de hierro forjado pintadas en negro.

Sin embargo, más que el edificio que los alberga (en realidad, y desde mi punto de vista, por la zona existen construcciones decimonónicas, e incluso algunas dieciochescas, más vistosas), la auténtica belleza del vetusto inmueble reside en los más de 70.000 volúmenes que se guardan ordenada y perfectamente clasificados en los numerosos expositores, vitrinas y anaqueles repartidos por los distintos departamentos que ubica un interior extraordinariamente acogedor.

DISPOSICIÓN, CONTENIDOS Y CURIOSIDADES

Siguiendo con la descripción periodística, reseñar que en la planta baja, solada en piedra, nos encontramos con una visión que seduciría al más exigente aficionado a la lectura, sea cual fuere la materia, el tema o la especialidad buscada o deseada: ¡todo está al alcance de la mano del visitante! (y si no lo está, existe la posibilidad de solicitarlo en la sección “libros de encargo”).

Concretamente en este espacio se hallan las secciones dedicadas a cuentos y libros infantiles y juveniles; una estantería con los libros más vendidos (paradójicamente siempre he huido de esta sugerencia absolutamente comercial, que “premia” los intereses de las editoriales más poderosas en detrimento de autores de calidad pero de menor renombre…); también un espacio con los libros que “La Central recomienda”, y otra estantería (ésta sí me gustó) dedicada a “los lectores recomiendan”, en la que, en efecto, los lectores reseñan para orientación de otros lectores potenciales sus títulos preferidos, la editorial, los comentarios que el libro recomendado les merece, etc. Interesante.

MIS IMPRESIONES No obstante, a este “soldado” se le pedía contar la impresión que le pudiera causar la contemplación de tan peculiar museo de las artes y de las letras, y no la mera descripción periodística expuesta en párrafos anteriores. Por tanto, no puedo evadirme del cometido prioritario que me llevó a la céntrica calle peatonal Postigo de San Martín, ni ocultar el positivo impacto que recibieron las retinas de este lector empedernido.

Pues bien, comienzo remedando lo que dijera Miguel de Unamuno a Millán Astray refiriéndose a la Universidad de Salamanca, que entonces regentaba el ilustre escritor vasco: “¡Está usted en el templo de la cultura y, como rector que soy, no admito que en su interior se den vivas a la muerte!”...

¡Gracias, María! Antonio Rojas

Coraje de mujer

Relato en tres capítulos, escritos en segunda, en primera y en tercera persona, respectivamente.

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EN LA CLÍNICA

No estás segura de cuándo ni cómo has accedido a la maternidad, mas estás allí. Sin ayuda, sola ––como casi siempre––, pero has llegado. Gracias a tu entereza, a tu esfuerzo, a tu coraje de mujer valerosa: ese que en todo momento de tu sufrida existencia te ha permitido no sucumbir ante tanta adversidad como has soportado y sorteado durante prácticamente toda tu vida.

Y ahora, con el hijo que llevas en tus entrañas a punto de reventar, no podías doblegarte y has redoblado tu ímpetu, has multiplicado tu ahínco por alcanzar la meta perseguida. “En soledad, como casi siempre…”, martillea en tus sienes un estribillo que te ha acompañado en infinidad de ocasiones durante tu existencia, ¡muchas, demasiadas!

Sientes en tu vientre de madre el palpitar de una vida que pugna por asomarse al exterior, a ese heteróclito cofre del universo que tan a menudo has denostado y hasta renegado tu pertenencia terrena. Ese mundo que con tanta severidad te ha tratado y al que has tenido que enfrentarte ––en soledad, como casi siempre…–– con mucha más frecuencia de la que hubieses deseado.

Pero mil batallas te han curtido en la lucha por la vida y has aprendido a sobrevivir. “¡A la fuerza ahorcan!”, como te has repetido innumerables veces…

Intuyes, además, que ese hijo que late en tu interior es ––“¡debe serlo!”, reclamas––, después de tantos años de intentar quedarte encinta hasta que recurriste a la fecundación in vitro, un prodigio de la naturaleza. No sabes cómo explicárselo a nadie… ni siquiera a ti misma, pero estás segura de estar en lo cierto: tu hijo es ––“¡debe serlo!”, vuelves a reclamar, plenamente convencida–– un superdotado, un superman… Anhelas el momento de que nazca para comprobarlo y demostrárselo al mundo. ¡Y, además, con él ya no volverás a estar sola!, te consuelas.

Estás postrada en el lecho, bañada en sudor que adereza una angustiosa incertidumbre; un dolor creciente atrofia tus sentidos, tus vísceras, tus miembros, toda tú. Escrutas desconfiada el entorno que te rodea, espiras con tensa fruición el ambiente impregnado de efluvios químicos que se rebalsa sobre tu rostro y horada tus pulmones; miras suplicante las batas blancas que de cuando en cuando desfilan ante tu lecho de ruedas y que a ti, en tu amorfa realidad, se te antojan como fantasmagórico aquelarre…

Y sólo escuchas con periodicidad secular un “tranquilízate”, “relájate”, “todo va bien”, “todo irá bien”… Palabras que, lejos de serenarte, de relajarte, te sobrecogen por su metálico eco, por su oquedad…

Echas de menos a los tuyos, a aquellos que podrían infundirte ánimos, mitigar tu sufrida ansiedad, pero que casi nunca están a tu lado cuando los necesitas. ¿Dónde están? ¿Por qué no han venido? ¿Te quiere alguien? Y mientras te atormentas con tus disquisiciones rememoras involuntariamente el drama de historias semejantes a la que estás a punto de protagonizar, que asaltan sin recato tu mente y amenazan el inconcuso desenlace con malhadados presentimientos: “Matilde, en su cesárea, lo pasó muy mal…” “Pilar estuvo a punto de no contarlo…” “María, la pobre, no lo superó…”. Tú no encajas el impacto y te desmoronas.

Acude con presteza alguien de la estantigua blanca pronunciando palabras que, aunque pretenden ser tranquilizadoras, intuyes como un reproche. Lloras, gritas, te convulsas… Pides con desesperación “¡ayuda!”, que “¡hagan algo!”.

Una figura cana se inclina sobre ti y sientes sus dedos de lija tocar sin pudor tu cuerpo. No puedes observar su gesto ––el dolor te lo impide–– ni su ademán, pero adviertes cómo te deslizan por pasillos etílicos. Barruntas la proximidad del paritorio, ¿o te llevan a un quirófano…? En el trayecto piensas en tu pasado, en tu infancia, en tus ilusiones frustradas. ¿Podrás lograrlas algún día? ¡Cómo anhelas la posibilidad de tener la oportunidad para enmendar tus errores, tu fracaso, incluso de repetirlos! Sientes tu palpitar desbocado. Las paredes del pasillo corren. Alguien se asoma a tu espacio vital y escuchas el reiterado “tranquila, todo saldrá bien”. Las lágrimas inflaman tus párpados, pero no puedes llorar: un nudo de indefinibles sensaciones lo evita. El paritorio, ¿o es un quirófano? No sabes discernirlo. El palpitar, frenético; los nervios, desatados. Quisieras morir. ¡No!; ¡morir, no! ¡Quieres vivir! ¡VIVIR!

Batas blancas te rodean. Nervios, todos. Dolor. Miedo al dolor. No quieres sufrir. ¿Miedo al dolor? No: miedo a la muerte. ¿Dónde están los tuyos? ¿Por qué no está él? ¿No llegó su avión…? No conoces a nadie, aunque ni siquiera les miras: sólo percibes sus batas blancas rodeándote y ese olor característico e insoportable a cloroformo y hospital.

De nuevo escuchas palabras. ¡Palabras! ¿Te hablan a ti? ¿Qué dicen? de tu lecho, pero no flotas: sufres, y te depositan bajo un sol artificial que deslumbra y absorbe tu mirada desorbitada. Dolor, nervios, batas blancas; batas blancas, nervios, dolor… ANGUSTIA.

––Susana Escribano, vamos a anestesiarte ––escuchas en un susurro… ¿o te ha parecido escucharlo?––. No sentirás nada. Estate tranquila: todo irá bien.

––¿Qué hora es? ––preguntas de pronto con voz trémula.

No sabes por qué lo has preguntado. ¿Quizá porque aún no está él… o porque deseas saber cuál será la última hora que marque el reloj de tu vida?

––Las diez menos cuarto ––te contesta con amabilidad, sonriente y sorprendido, el anestesista.

Pero tú no escuchas. Sólo piensas si todo saldrá bien como te repiten cansinamente, si despertarás… ¿Por qué no está siquiera él?

¿No le habrán avisado? ¡Maldita profesión: hoy aquí, mañana allá!

El potente haz de luz del foco te ciega. Las primeras hormigas sondean tu cuerpo y notas cómo tus sentidos te abandonan.

¡Dios mío, Dios mío! ––invocas en un suspiro a quien hace tanto tiempo tienes olvidado––. ¡Ayúdame!” Tu cuerpo es ya un hormiguero repleto.

Se han dormido las hormigas. No sientes nada. ¿Estás volando, soñando, muerta…?

EN EL VIENTRE MATERNO

"Hoy no ha amanecido. Persiste obstinada la noche amarilla de ayer. ¿Amarilla digo? No sé… Quizá fue roja, o azul… Verde no, seguro. ¿Qué más da, si era, si es noche. Quizá no amanezca nunca. No lo sé ni me importa, porque ¡estoy muerto! ¿Muerto digo? Claro, eso es: ¡muerto! Cómo, si no, podría pensar: solo los muertos piensan. ¡Un camposanto preñado de silentes pensadores! ¿Pienso desde mi tumba? Pero ¿pienso, sueño, deliro…? No me devanaré los sesos dilucidándolo… ahora que disfruto del dulce descanso del muerto. ¿Y si la muerte es un sueño y la vida nos despierta... para terminar soñando otra vez? Pero qué me ocurre, qué sandeces digo: cómo puedo calificar de 'dulce' la muerte si no soy capaz de precisar si es o fue amarga mi vida… ¿He sufrido, ya no sufro ahora, sufriré después? Pero ¿cuándo fue después, cuándo será antes, es ahora? Si no es antes, no es ahora, no es después…, ¿qué es, será o fue? ¡Nada! Nunca fue nada, siempre es nada…

La vorágine de descabaladas ideas que colapsan mi cerebro comienza a amainar, ¡amaina, lo presiento! Recobro la capacidad de discernir!: ¡estoy viajando! Ignoro mi procedencia, desconozco mi destino, pero sé que viajo. Quizá en un tren. Sí, ¡voy en un tren! Un paralelismo infinito de rieles encastrados soporta y desliza mi vagón, de cómodo interior oscuro bermellonado. Lo arrastra una potente e imparable máquina. ¡La máquina de la Vida! ¿Y por qué no la máquina de la Muerte? En cualquier caso, ¡este tren es mi pértiga para saltar a lo real! Y columbro que circula en la noche; su color ya no me importa: ¡incluso presagio el alba! Cuándo no lo sé, pero misteriosos intersticios filtran aromas crepusculares… ¡Qué emoción me invade! Cuánta Muerte me queda por delante, ¡cuánta!, para llegar a la Vida… No lo sé. Y tampoco si estoy muerto o vivo. ¡No sé nada! Ni cuánta muerte/vida me queda, ni el color de mi noche, ni si pienso, si vivo, si muero…

El tren se ha detenido, pero no puedo leer el rótulo de la estación de mi vida/muerte. Se agolpan en mi mente reminiscencias de un pasado/futuro cuyas sucesivas estaciones sin duda descorrerán el manto opaco de mi presente. Percibo el sabor agridulce del barro que arropa mis desplazamientos… ¿quizá reptando? ¿Acaso he sido lombriz, gusano… o un imponente ofidio? ¿Por qué, si no, 'el sabor agridulce del barro arropando mis desplazamientos'? Una oscuridad sanguinolenta me engulle, una viscosidad negruzca me oprime… ¡Albricias! El tren reanuda su marcha dejando atrás esta estación de pesadilla. Pero ¿qué fantasmagorías me aguardan en la próxima? Pronto lo sabré. La barrunto: ya está cerca, muy cerca…

El tren se detiene de nuevo, ahora en una estación que impregna mi paladar de pegajoso dulzor, que envuelve mi cuerpo en plúmbeos zumbidos y me suspenden, bamboleándome, en el viento… Ora me elevan, ora me bajan, me hacen zigzaguear y me posan sobre alfombra que desprende fragancias de flor… ¡Ya lo tengo!: quizá fui abeja que libó deliciosos néctares de mil y una flores… Ahora siento zumbidos por doquier, enjambre loco, espesa miel… ¡Estoy en una colmena cerrada pegado a mi miel! Chirrían las ruedas, se mueve mi vagón, alejándome de mi endulzada visión. ¡Adelante, locomotora!: el implacable destino viaja con mi tren, subido en él.

La máquina aminora su marcha: en breve se detendrá en la siguiente estación… Ya lo hizo: ¿qué nueva secuencia me espera? ¡Ya la vislumbro, la siento!: Un frescor etéreo me acaricia, me invade y sopla en todo mi cuerpo… ¡que no pesa! ¡Cielos, si estoy volando! ¡Soy un ave surcando azules, grises, claroscuros… oteando majestuosa el horizonte rojo, el fondo marrón, verde…! ¿Verde digo? No, mi noche nunca fue verde; luego si fui pájaro no sobrevolé campos feraces, ni montes vestidos de bosque, ni anidé en árboles inmarcesibles… Entonces, ¿qué rara avis fui, de qué extraña especie? ¿Viviría en una jaula como enjaulado en mi cómodo vagón oscuro bermellonado me encuentro ahora? ¿Y por qué ave, abeja o gusano? ¿Por qué no pez? ¡Pues claro! De ahí el silencio verdeazul (no verde) negriblanco, ¡qué hermoso silencio incoloro! Vuelo en el agua como si reptara en el aire: ¡qué sensación más inhumana! Inhumana, sí, porque ningún humano podría gozarla… No soy, pues, humano: soy un pez, ¡un pez!, bebiendo mi libertad en dulces océanos salados, o brincando por cristalinas cascadas en busca del Hontanar.

¿Y ahora qué claustrofóbica sensación me oprime? ¿Acaso he quedado atrapado en una malla asesina o acaso fui un anaranjado rojizo amarillento pez de estanque, acuario o pecera? Claro: de ahí la agobiante sensación de claustrofobia… que me asfixia, me ahoga. ¡Arranca, máquina, por favor! ¡Cuánto tiempo detenidos en este andén! ¡Gracias, tren!: has escuchado mi súplica y ruedas inexorable hacia tu destino, que se fundirá con el mío al filo de la noche marcando la hora. Pero ¿qué hora marcará: del inicio o del final? Es igual: sea la que fuere, allí concluirá el ensamble del rompecabezas de mi pasado/presente/futuro.

Nos acercamos a una nueva estación, lo columbro. Sus aledaños nos cobijan ya. ¡Hemos llegado! El kafkiano Gregorio Samsa quedó atrás, en la primera estación. Ahora resoplos y relinchos expelen mis entrañas. ¿Acaso fui caballo? ¿Sentiré ceñirse la brida en mi boquera, hendirse la espuela en mis hijares? No, no siento la cincha sujetando sobre mi lomo la albarda, ni el peso de montura humana alguna… ¡Luego soy un caballo salvaje gozando su libertad! Galopo sobre el ampo de la estepa, mi crin enhiesta al gélido cierzo y mis cascos hienden la nieve virgen. ¡Qué libre y fresca libertad disfruto! Pero… ¿qué me ocurre ahora? Un latigazo ígneo quema mi torso, mi cuello…, frenando en seco mi loca carrera de libertad. Algo grosero y horrible sirve de argolla a la impensada cadena. Cuán poco duró lo hermoso, qué pronto acudió Satán, ¡satánica opresión de Satán!

Se va el tren, ¡bendita máquina!, distanciándome de otra cruel estación. Hierve mi incertidumbre, porque la próxima parada —lo sé— será el término ¡Dios mío!, ¿cuál será la pieza que encaje en el enigmático puzzle? Tengo miedo, porque al final todo acabó mal: el reptil, engullido por una oscuridad sanguinolenta, oprimido por una viscosidad negruzca (¿el estómago de algún ave de rapiña o de otro sanguinario depredador?); la abeja, encerrada en su colmena; el pájaro, enjaulado; el pez, atrapado en una malla hostil; el caballo, enlazado… ¿Y el hombre? Porque fui/seré hombre (¿qué soy ahora?). Cómo, si no, mentar a Dios y Satán? ¿Qué destino le aguarda al hombre? ¡Oh, Dios, si son rejas u opresión, mejor reptil, ave, pez o animal…! Mi noche se acaba: ¡llegamos! (no sé adónde, pero llegamos).

¿Qué… qué sucede? ¿Qué invisibles fuerzas me empujan? ¡No me mováis, dejadme en paz! Noto que me desplazan… ¿Hacia dónde, adónde me llevan? ¿Por qué se apaga mi oscuridad bermellonada y mi noche se enciende de un incipiente verde? ¿Verde digo? Mi noche nunca fue verde…, ¡pero lo es mi alborada! Verde…, ¡el color de la esperanza! ¿De Vida? ¿De Muerte? ¡¡¡De Vida!!! Porque la Muerte desemboca en la Vida, ¡qué paradójica paradoja! Por fin se consumió mi noche, el sortilegio está conjurado y el rompecabezas ensamblado: ¡Sí, he nacido de las entrañas de una hembra, de una mujer! ¡Valerosa, muy valerosa! ¡Luego soy humano, un hombre! ¿Cómo pudo gestarse tan maravillosa transformación? Oh, Naturaleza, carrusel de la Existencia, en tu noria bajan unos, suben más… ¿Quién se apeó, quién, para que girara yo?"

EL PADRE

Sube la escalera con emoción contenida, brincando peldaños de dos en dos. Sin embargo arrastra el cansancio acumulado durante el accidentado vuelo que pilotaba, en el que un pasajero perdió la vida víctima de un infarto. Lógicamente no ha dormido nada y la fatiga viste con descolorida sotana su abigarrado aspecto: una vestimenta que su irreprimible ansiedad disimula. Ésa es la impresión que, en la clínica, le merece a la recepcionista de planta cuando de esta guisa se aproxima hasta ella aquel hombre con la incertidumbre dibujada en su rostro sudoroso.

––Me llamo Pedro Camargo. Soy el marido de Susana Escribano. La hospitalizaron ayer…

Y al pronunciar el nombre de su esposa, añadiendo que la habían ingresado el día anterior, el hombre no pudo reprimir un sentimiento de culpabilidad y al mismo tiempo de admiración: “¡Qué valor y entereza la de Susana! Por mi profesión viajo demasiado y ella casi siempre está sola… ¡Qué mujer! ¡Qué coraje tiene! Cómo me alecciona continuamente aunque yo me siento incapaz de asimilar sus enseñanzas: ¡soy un pusilánime si me comparo con ella!”, terminó su alocución mental fustigando, resignado y entristecido, su proceder. Y nuevamente rechazó intentar un manido propósito de enmienda que luego, como tantas veces y desbordado por las circunstancias, se veía incapaz de cumplir.

––¡Y ella, Susana, casi siempre sola! ––masculló con incontrolada rabia, consciente de su incapacidad para poner fin a tan repetidas situaciones.

La enfermera emplea unos segundos en consultar primero las aplicaciones y luego las anotaciones ordenadas en la pantalla del ordenador ubicado sobre su mesa. Segundos que, por su pasividad, a Pedro se le antojan pintados en el reloj; una inquietud provocadora que le enerva y amenaza con hacerle estallar sus alterados impulsos, que a duras penas consigue morigerar.

––Enhorabuena ––le informa, por fin, sonriente la mujer––. Aunque el parto fue complicado y difícil, ¡incluso precisó practicarle una cesárea!, su esposa ha dado a luz un niño. Madre e hijo se encuentran perfectamente.

Mil sentimientos desbordan su ansiedad, cual madeja desenredada. Siente deseos de gritar su alegría, pero se contiene ahogándose de felicidad: la noticia de que todo ha salido bien le colma de un indescriptible gozo. Sólo desea besar a su esposa y cobijar al bebé en la bufanda de su pecho paternal.

––Por curiosidad, enfermera: ¿Puede decirme a qué hora se produjo el nacimiento? ––preguntó el piloto antes de dirigirse al paritorio.

La interpelada, tras consultar en esta ocasión con cierta parsimonia la pantalla de su ordenador, respondió asintiendo:

––Sí. A las diez y cuarto de la mañana exactamente.

Al escuchar la respuesta de la mujer, el petrificado padre se estremeció y una sacudida electrizante recorrió todo su cuerpo: a Pedro Camargo se le erizó el vello al escuchar la hora en que se había producido el nacimiento, ¡la misma en que había fallecido, víctima de un infarto de miocardio fulminante, un pasajero del avión que pilotaba y en el que había viajado mientras acudía para ver a su esposa y a su hijo recién nacido! Y murmuró sobrecogido:

––¡Dios mío! El mundo gira como una implacable y gigantesca noria en la que constantemente bajan unos y suben más… Sea bien venido mi hijito al carrusel de la existencia ––y sintió en su interior un mimetismo inexplicable…

Y al penetrar raudo al paritorio, con la intención de abrazar a su esposa y su hijo, no reparó en el diminuto polvo de la estancia que, iluminado por los rayos de sol, danzaba y se mecía en el aire, que comenzaba a calentarse inflamando la acristalada ventana de la habitación en la que una mujer corajuda y valerosa estrechaba con suma ternura y amor de madre a su recién nacido bebé.

El penalti

Este relato corto, escrito en segunda persona, obtuvo distinción en el concurso literario al que fue presentado en 2018 (deportivo).

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El penalti

Estás erguido en el césped, tan estático y solitario como un tótem sin bandera. Un sudor frío baña tu lívido rostro; una presión viscosa contrae tus sentidos, tus vísceras, tus miembros, todo tu cuerpo. Escrutas desconfiado el enfervorecido entorno que te rodea; espiras con tensa fruición el ambiente impregnado de pasión y orquestado por un griterío ensordecedor que trasmina tus tímpanos, penetra por tus poros y horada tus pulmones.

Miras suplicante al árbitro de la contienda, a los jueces de línea… La final de copa, que tu equipo y tú teníais ganada, puede torcerse en el agónico epílogo de la prórroga merced al maldito penalti señalado que deberás detener o despejar para evitar que el balón cruce la línea de gol que defiendes. De ti depende eludir el empate y conquistar el título que tus compañeros y tú ––¡siempre tú!–– teníais prácticamente en el bolsillo hasta hace un instante.

Observas, nervioso y compungido, el frenético ir y venir de tus colegas rodeando, asediando al colegiado principal, engulléndolo en un corro deforme, y que a ti, en tu amorfa realidad, se te antoja como fantasmagórico aquelarre… Sólo escuchas con atropellada periodicidad, no sabes de quién, un “tranquilízate”, “relájate”, “¡lo vas a parar!”… Palabras de aliento que, lejos de aliviarte, te sobrecogen por su sonido metálico, por su gélida cavidad… Te ves y te sientes como el máximo responsable, y esa responsabilidad te atenaza, te inunda, te puede… Y de pronto te evades, mentalmente te evaporas del terreno de juego. No resistes la desbocada fuerza centrífuga de tu mente y escapas en volandas con ella, asido a tu desesperación, e insospechadamente aterrizas en una trágica página de tu pasado aún reciente.

Allí, perdido en la nada, la echas de menos. “¿Dónde estás? ¿Por qué no has venido al estadio?”, te preguntas, desjuiciado como un orate, sin hallar respuesta. Rememoras involuntariamente el drama familiar vivido hace apenas un año y que marcó a fuego tu vida: cuando provocaste el accidente de coche que costó la vida a tu esposa y al feto que llevaba en sus entrañas, el hijo que con tanta ilusión esperabais. Tú no encajas el impacto brutal de la remembranza y te desmoronas. Tras el cruel incidente, no sabes dónde estás, pero adviertes cómo te deslizan por pasillos etílicos. Barruntas la proximidad del quirófano… En el trayecto piensas en tu pasado, en tu infancia, en tus ilusiones por llegar a ser un gran guardameta. ¡Lo has conseguido! Pero el éxito se oscurece con negros nubarrones, nublando en su totalidad tu panorámica vivencial.

Sientes tu palpitar desbocado. Las paredes del pasillo corren. Alguien se asoma a tu espacio vital y escuchas la reiterada letanía de “tranquilo”, “todo saldrá bien”, “¡lo vas a parar!”. No sabes discernir, hundido en la sima de tu ambigüedad, si estás en un hospital o en un campo de fútbol. Las lágrimas inflaman tus párpados, pero no puedes llorar: un nudo de indefinibles sensaciones lo impide. “¿Dónde está Amanda? ¿Qué ha sido de ella?”, preguntas. Pero no obtienes respuesta…

––¡Dios mío, Dios mío! ––invocas en un suspiro a quien hace tanto tiempo tienes olvidado––. ¡Ayúdame! ¡Ayúdala! ¡Ayúdanos!

De pronto vuelves en sí, regresas al presente tras la vertiginosa incursión por tu sangrante pasado. Y adviertes, aterrado, que estás en el estadio que alberga la final de copa, rodeado de la locura de los aficionados que se desgañitan en las repletas gradas, ondeando banderas, entonando cánticos desaforados… Te percatas de nuevo, con los latidos de tu corazón al borde de una taquicardia, de la enorme responsabilidad que asumes: intentar detener el balonazo que en breve te disparará desde los siete metros algún jugador del equipo contrario. Y es entonces cuando comparas ––y, al hacerlo, hasta dibujas una mueca de ironía en tus labios resecos–– la angustia que Antoine Griezmann quiso transmitir en su claustrofóbico vídeo “La decisión” con la que sientes tú en esos momentos de creciente tensión. “¡Para ANGUSTIA, con mayúsculas, la mía!”, sentencias con contundencia.

Imbuido como estás en la vorágine de indescriptibles sensaciones que te agobian y que casi te impiden respirar, cuando te quieres dar cuenta de la realidad que te circunda observas como un sonámbulo, estupefacto y anonadado, que el colegiado está indicando saque de puerta desde tu área ante el desatado alborozo de tus futbolistas y el atronador griterío de los aficionados de tu equipo, que contrastan con la tremenda desilusión de los jugadores del conjunto rival y de sus seguidores, que estallan en acompasados improperios que cuestionan la ascendencia maternal del árbitro del encuentro.

Presa de tu lapso, ni te habías dado cuenta: el colegiado, tras haber consultado finalmente el VAR presionado por el tenaz requerimiento de tus compañeros ––que le señalaban insistentemente a uno de los jueces de banda––, ha rectificado su primera decisión y decretado, en efecto, saque de puerta. Y así lo haces: golpeas con fuerza el balón con tu pie izquierdo y sigues con la mirada pegada al esférico su trayectoria oval, mientras casi al instante escuchas los tres pitidos que señalan el final del partido. ¡Eres campeón de copa!

Corres llorando a abrazarte con tus jugadores. Todos piensan que tus lágrimas son producto de la emoción desbordada por la exultante alegría. Todos menos tú… “¿Dónde está ella?”, te flagelas con saña. “¿Dónde estás, Amanda?”, gimes inútilmente embalsamado por vítores de “¡campeones!, ¡campeones!, ¡campeones!”.

Y entre el incontenible alborozo de tu afición y los abrazos emocionados de tus propios compañeros, no puedes evitar que a tu mente acudan aquellos versos de Mario Benedetti que despertaron tu resiliencia en el sepelio de tu esposa: “no te rindas, por favor no cedas, / aunque el frío queme, / aunque el miedo muerda, / aunque el sol se ponga y se calle el viento…”